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Capuleto, anotaciones sobre un pintor "secreto”

Francisco Capuleto es uno de esos artistas de indudable interés que, habiendo tenido una dilatada carrera artística y a pesar de que ésta se inicia, con los mejores auspicios, a finales de los años cuarenta y se confirma a lo largo de los cincuenta, sufre un silencio expositivo -que no productivo- desde su regreso de tierras americanas en 1965. Sólo muestra parte de esta producción en dos exposiciones en Almería (1975 y 1995) y de manera casi testimonial en algunas colectivas y exposiciones de homenaje, lo que le convierte en un pintor “secreto” dentro del panorama artístico español.
Ha sido durante este largo proceso, silencioso y constante, obstinado y sobre todo lo suficientemente valiente como para plantearse su quehacer, al cabo de los años, siempre como un principio, un recomenzar que da frutos cada vez distintos.
Capuleto se siente cómodo en la pintura que desde Velázquez o Vermeer llega hasta Cezanne y Matisse, “que bien mirado se trata del mismo pintor” como él mismo ha afirmado en alguna ocasión. En esa tradición ha descubierto los espacios interiores, llenos de una extraña y serena melancolía, desde allí sus personajes se han despojado de cualquier gesto inútil o cualquier anécdota para mostrarnos su verdadera interioridad, y al mismo tiempo nos ha descubierto las sombras del laberinto en el que todo hombre, por su propia condición, vive inmerso.

Pero Capuleto ha ido más allá en su conocimiento de la pintura contemporánea. Nadie como él conoce los distintos movimientos artísticos que desde las vanguardias han ido apareciendo a lo largo del siglo XX. Su capacidad, su percepción, su gusto, su exquisita sensibilidad, le han permitido incorporar a su última obra ciertas referencias, asimilando de estos movimientos aquello que coincide con su temperamento, pero permaneciendo fiel a la importancia que siempre ha dado a la atmósfera del cuadro, logrando con la luz y las sombras que su pintura “respire”.

Existe una coherencia en su propuesta plástica que se apoya en la capacidad de concentración y síntesis de la tradición encontrando un lugar único y propio en ésta. A Capuleto le sirve cualquier pretexto, un desnudo, una mesa de mármol, un florero…para transportarnos a un entorno cotidiano, en el que la evocación nos acerca a la realidad del paso del tiempo, haciéndonos ver el sedimento de vivencias que impregnan rostros, lugares y objetos. Ha sabido penetrar en el mundo de los objetos cotidianos y ha conseguido comunicar cuanto de humano se encerraba en ellos.

El núcleo de la Colección que nos presenta José Manuel Marín se corresponde con su producción de la década de los 50, un momento de plena madurez artística del pintor y plena efervescencia expositiva. En estos años su producción viaja a la Bienal de Alejandría, (1955), a la colectiva londinense Some Twentieth Century Spanish Paintings (1956) y a la Bienal de Sao Paulo (1957), y algunas de esas obras recalan ahora en Almería. Su trabajo en este periodo se dirige hacia un realismo geométrico donde el artista indaga constantemente, pero siempre dentro de una concepción figurativa de la pintura, es el caso de Cordero muerto, Gato y mesa de mármol, Naturaleza muerta y Mesa de cocina con cardos.

Es ésta una pintura modesta de apariencia y ambiciosa de fondo. Pese a su aparente materialidad, la pintura tiene una esencia etérea, como afirmaba E. Tériade, “trata de las cosas mas inaprensibles, el aire, el ambiente, la luz, y traduce perfectamente sus vibraciones, su profundidad y su resonancia íntima”. Quizás es ésta la razón de que los cuadros de Capuleto sean “naturalezas vivas” aun perteneciendo como en este caso a lo que se llama en francés y en español naturaleza muerta, y en inglés still life. En una carta a la que hace referencia Daniel-Henri Kahnweiler de Juan Gris, afirmaba: “los objetos que pinto se mueren si se los hace vivir en un mundo que no es el suyo. Mueren incluso si se los cambia de un cuadro a otro”. Algo de esto les sucede a los objetos de Capuleto, al igual que las naturalezas muertas “metafísicas” españolas (los bodegones de Sánchez Cotán y Zurbarán) estos bodegones de Capuleto entroncan con esa pintura metafísica, y nos conducen de Toledo a la Escuela de París, y del Prado al encuentro con Picasso.

Nuestro pintor hace un estudio de la realidad que le resulta necesario para la educación del ojo. Cuando se tiene esa educación se puede olvidar el modelo y crear composiciones imaginarias, unas composiciones que conservarán, gracias a la óptica adquirida, esa sensación de verdad que es esencial en pintura. Él es plenamente consciente de la concepción óptica del cuadro que tienen Cézanne y los Cubistas. Éstos habían creado un tipo de perspectiva opuesta a la tradicional al intentar construir el cuadro entre la superficie de éste y el espectador, y con ello habían hecho su mayor aportación a la modernidad, pero Capuleto, asumidos estos principios, concede una mayor importancia a la luz como creadora de la atmósfera del cuadro. Su intención es lograr una nueva sensación de profundidad mediante la gradación y el contraste de luces imaginarias, casi imposibles, las relaciones de tonos y el espacio construido en torno a los elementos del cuadro, para que cada elemento respire de manera autónoma. El preciso y elocuente dibujo de Capuleto muestra el orden y la claridad armónica y geométrica de su pintura.

En el caso de Autorretrato del sombrero y Desnudo encuentra la forma a través de la corporeidad de las figuras. Son piezas que no están ajenas a una determinada noción de clasicismo en el sentido conceptual o wölffliniano del término. En el caso del Desnudo está colocado sobre un fondo que se corresponde con los fondos en los que hemos visto que colocaba sus bodegones, sin embargo el tratamiento de la figura es totalmente distinto, hay un vigoroso modelado expresado con delicada sensibilidad. Si por un lado nos recuerda a una moderna Olympia, sorprendida durante el sueño y ajena al entorno, por otro su sentido voluptuoso del color y la posición nos invoca la dulzura seductora de la Venus de Giorgone. Para él no hay partes de la superficie que sean más expresivas que otras, porque su sensibilidad es activa en la totalidad del cuadro. El cuerpo de la modelo adquiere una maravillosa transparencia, una calidad de esmalte, que continúa en el lienzo sobre el que reposa y en el que usa la misma paleta de color pero de forma invertida.

En Autorretrato del sombrero nos ofrece una visión sutil y penetrante de sí mismo. Se contempla con mayor objetividad de lo que lo había hecho en el anterior autorretrato del año 49, su mirada ha dejado de ser retadora para convertirse en una mirada alerta e indagadora. Pero no renuncia a la pose que se había mantenido constante desde el primer autorretrato (ahora con todos los atributos de su profesión y en el momento de ejecutarla) y que continuará hasta el último que realiza a finales de los años 70. Equipara fondo y figura sin pérdida de la sensación de espacio. Sensación de espacio que no viene dada por la perspectiva sino por las cualidades del color, (en este caso una paleta de tonalidades verdes tanto para el fondo como para la figura, con la única concesión al rojo del chaleco) y por el trazo del dibujo.

En su permanente trabajo de búsquedas y hallazgos, al terminar la década de los 50, Capuleto rompe con el “espíritu geométrico” que le había acompañado hasta ese momento y camina hacia una figuración lírica, captando el ambiente pero siempre necesitando el gesto expresivo, en un intento de volver a definir una “pintura pura” que no renuncie a la referencia figurativa sino que se alíe con ella. Este es el caso de Pájaro Muerto que, aun apoyándose en ciertas líneas que dibujan la mesa, renuncia al nítido dibujo de sus obras anteriores, usando la mancha de color para dar forma a los objetos.
Por este camino llegará a un periodo más abstracto en su última época. Retoma el mismo principio creativo, pero a través de la construcción del cuadro sin otro énfasis expresivo que el que la forma-color posea por sí misma, en sus sucesivas variaciones. Una muestra de esto la tenemos en Mesa y Florero, aquí el principio constructivo de la forma-color es evidente. Casi podríamos decir que es una pintura abstracta que metamorfosea en un momento dado para introducir en ella alusiones a la realidad, a la que no renuncia en ningún momento.

En esta obra, perteneciente a la década del 90, demuestra que la división de la tela en campos de color podía efectuarse sin renunciar a la presencia de una verdad visual. Utiliza, además, unas texturas y unos empastes de color diferentes en cada parte de la obra. El contraste de los valores cromáticos –si es utilizado con inteligencia pictórica- es suficiente para crear una sensación espacial. Intentando una síntesis entre esa herencia plástica y una aspiración al lirismo logra un efecto plásticamente inmediato, casi táctil, mediante elementos pictóricos simples sin ningún artificio anecdótico. Planos y colores compuestos para hacer aparecer las figuras.

No procede en esta última época de la realidad a la abstracción sino que los elementos pictóricos de sus composiciones (volúmenes, manchas, etc.) se transforman en cabezas, frutas, peces, etc., recreando de esta forma a la naturaleza, pero sin perder de vista la realidad-pintura que le había servido de apoyo. En la colección de José Manuel Marín tenemos un ejemplo en Naturaleza muerta sobre periódico realizada tras una comida con algunos amigos pintores, aunque en este caso sea solo un esbozo, casi un guiño a ese modo de pintar de su última época.

La capacidad del Capuleto último consiste, más que en ningún otro momento de su trayectoria, en saber que sólo la economía de recursos expresivos puede conseguir el más alto grado de plasticidad.

Gador Sánchez Barazas

Fuente: Vanguardias de la pintura almeriense y su presencia internacional. 2009. Edita Ayuntamiento de Roquetas de Mar


 
 
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